Aquel día de perros en Tokio

El 14 de octubre de 1964, estrenando prácticamente los 20 años, Rogelio Rivas (Vigo, 1944) corrió la décima serie de los 100 metros en los Juegos Olímpicos de Tokio. Del día se había adueñado la lluvia y era infernal. Cuando traspasó la meta, su crono era  flojo: 11.1. “Ni me enteré de la prueba”, recuerda. “Además me tocó a mi lado el que quedó subcampeón olímpico, el cubano Figuerola. Y yo me decía, éste que va a quedar campeón y yo aquí. Entre el día que hacía, que era de perros, llovió a cántaros, y que yo no estaba bien, era inexperto…”. Precisamente la carrera la ganó Figuerola en 10.5, seguido del jamaicano Feadley, con el mismo tiempo, y el francés Bambuck, 10.6.

El Celta de 4×400 que batió el récord gallego en Balaídos en 1965. De izquierda a derecha, Antonio Arias, José Luis Torrado, Manuel Carlos Gayoso y Rogelio Rivas

Juan Manuel de Hoz, vicepresidente de la Federación Española, que había acompañado a los atletas a la capital nipona, se explicó en la revista Atletismo Español sobre la actuación del velocista gallego: “Su marca de 11.1 es francamente mala, aunque, desde luego, en un día normal esa misma carrera valía 10.9 (la pista estaba encharcada por haber llovido 32 horas sin parar, y además muy machacada por haberse corrido antes nueve series de 100 metros). Si no se hubiese quedado en la salida, podría haber hecho ese día un 10.8 o 10.9, marca decente en esas circunstancias”.

Rogelio Rivas era el plusmarquista nacional de 100 metros. Había realizado la marca mínima para acudir a los Juegos, 10.4, en un festival el 25 de abril de ese año 1964 en Madrid. Pero ya por entonces era un atleta castigado por la rotura de fibras, de manera que volvió a lesionarse meses antes de la cita olímpica. Por eso se habló mucho de si debía o no ir a tan importante competición.

El presidente de la Federación Española, Rafael Cavero, reconoció en Atletismo Español que todo el mundo era consciente de que Rivas “no estaba en su mejor momento”. Incluso se llegó a decidir y publicar que si el atleta no realizaba una marca de 10.5 dos veces entre septiembre y octubre, no viajaría. Pero acabó viajando.

“Esto fue un caso de conciencia”, manifestó Cavero. “Cuando la Olimpiada de Roma se envió a un grupo de atletas con la única pretensión de hacer acto de presencia y como señal de existencia del atletismo español. En los años siguientes a Roma se ha mejorado mucho y la Real Federación Española de Atletismo impuso para la asistencia a la Olimpiada de Tokio la condición más difícil “casi” que se podía imponer. Se señalaron las marcas mínimas exigidas por la Federación Internacional, y la verdad es que nadie pensaba que más de dos atletas las iban a poder cumplir. La única condición impuesta era, fue, la de cumplir esa marca. Honradamente, Rivas tenía derecho a ir. Lo pensamos mucho, y la verdad es que aunque hubiera repetido el récord de España, los 10.4, si no en las primeras eliminatorias, aunque es probable que también en ellas, Rivas hubiera sido eliminado”.

A Rogelio Rivas, que intervino sin hacerse notar en los campeonatos escolares de 1960, lo encauzó para el atletismo en la capital viguesa Alfonso Posada, entrenándolo en la zona ajardinada que existía delante de las instalaciones del Real Club Náutico. “Me hicieron socio del Club Náutico para poder ducharme”, dice. “El carné me lo pagaba el Real Club Celta. Y estábamos prácticamente los dos. No sé si algunas veces venía algún compañero, pero básicamente éramos Alfonso Posada y yo todas las noches”. Los domingos, la actividad la desarrollaban sobre las pistas de ceniza de Balaídos.

Alfonso Posada dirigiendo a un jovencísimo Rogelio Rivas (Atletismo Español)

Posada, en la página web del Celta, escribió en 2007: “Era yo un entrenador sin título, simplemente de lecturas, pero dotado de una entusiasmo juvenil que me hizo adquirir libros de atletismo dondequiera que los hubiese. Y uno, Franz Stampfl on running, inglés, comprado en 1955 y que conservo, ofrecía los primeros planes de entrenamiento fraccionado, de velocidad al fondo, que salían a la luz del atletismo internacional. Era algo nuevo, inédito. Fueron mi inspiración para aplicar a mis jóvenes discípulos, una docena en total. Entre ellos, Rogelio Rivas”.

Pues bien. El jovencísimo Rogelio Rivas destacó de inmediato puesto que ya en 1961 fue capaz de correr los 100 metros en 10.9 y los 200 en 22.3, siendo ambas marcas récord de España juvenil. “Tenía una calidad muscular sensacional”, afirma Posada. “No era un hombre de estatura elevada, pero poseía una rapidez y una facilidad de carrera impresionante”. En ese año 1961 también consiguió el título nacional de la categoría juvenil en 100, 200 y 4×100 metros con el Celta en las pistas madrileñas de Vallehermoso. Y con estas credenciales no resulta extraño que, en 1962, ya estuviera becado en la Residencia Blume de Madrid (estuvo hasta 1970), donde pasó a ser entrenado por José Luis Torres.    

Al convertirse en el mejor juvenil de España en 100 y 200 metros ya se hizo un hueco entre los mayores. Cuando se celebraron los II Juegos Iberoamericanos en Madrid, en octubre de 1962, una de las dos plazas del hectómetro del equipo nacional fue para Rivas. Acabó quinto en la final ganada por el venezolano Rafael Romero (10.6), con un tiempo de 11.1, aunque en las eliminatorias había hecho 10.9. Y se integró con éxito en el cuarteto de 4×100 con Sánchez Paraíso, Rodríguez Quinteiro y Asensio, pues los 41.9 de la final (cuarta posición) valieron para igualar el récord de España.

Aquel fantástico año 1962 lo acabó con 10.6 en 100 y 21.6 en 200, que era récord nacional y el mejor tiempo en el que cubrió esta distancia en su vida. Pero incluso pudo haber sido mejor. Rivas comentó en Atletismo Español, el mes de noviembre: “En la Ciudad Universitaria, concretamente en el Trofeo Canguro, señalé 10.5, pero a la distancia de 100 metros le faltaban 20 centímetros. En la pista de Montjuic marqué 21.4, que no pueden ser homologados como récord por tratarse de pista de 500 metros de cuerda”.

Logrando el título de 400 metros en los Campeonatos de España de 1970 en Madrid ( Atletismo Español)

Quien ha sido 33 veces internacional absoluto y un velocista puro de indudable categoría, nunca llegó a ser campeón nacional de 100 y 200. Después de los Juegos de Tokio, y debido a sus persistentes lesiones, pasó a ser preferentemente un corredor de 400 metros, prueba en la que sí consiguió tres títulos. Los tres en el recinto de Vallehermoso.

En 1965 ganó con 48.5, por delante de Bondía, 48.8, y José I. Pérez, 49.4; la cuarta posición la ocupó el conocido José Luis Torrado, 49.8.

Volvió a triunfar en 1967. Rivas, con 47.7, venció a Álvaro González, 48.2, y Alfonso Gabernet, 48.6. Pero en este campeonato, el duelo que mantuvieron los equipos de 4×400 de Pontevedra y Madrid se consideró de los más emotivos. Pontevedra, con Iglesias, Rivas, Barbeitos y Magariños, fue el ganador con 3:16.4, por 3:17.5 de los madrileños (Borraz, Baschwitz, Castro y Pellico).

Su último título nacional como cuatrocentista lo alcanzó en 1970. Se mostró muy superior al resto de competidores. Sus 47.5 fueron demasiado para Fernández Ortiz, 48.5, y Gabernet, 48.8. De su actuación se llegó a escribir «que cada día corre mejor los 400 metros», por lo que se vaticinaba que estaba en condiciones de alcanzar los 47 segundos, o tal vez menos.

El vigués tiene el convencimiento de que algo no se hizo del todo bien cuando pasó a ser un corredor de 400. «Creo que tuve un mal entrenamiento en un intervalo de tiempo», indica. «Ya tenía mucho fondo y me hicieron un entrenamiento un poco cansino. Me quitó explosión». Rememora que su posta de 4×400 la solía correr casi un segundo menos que cuando se trataba de hacer la carrera individualmente. «Además me daba pánico la prueba. Después no pasaba nada, acababa y el más tranquilo. Porque a otros compañeros les dolía la cabeza o vomitaban; yo tan pancho. Pero me impresionaba mucho».

Rogelio Rivas, con una mejor marca de 47.3 en 400 realizada en 1970, y doble medallista de plata en los Juegos Mediterráneos de Túnez de 1967 en 400 y 4×400, solo cambió la camiseta del Celta por la de la Universidad de Oviedo cuando comenzó a hacer obras (es aparejador) para esta entidad, con su carrera atlética ya amortizada, una vez que dejó la Blume. Solo entonces se produjo un cambio de colores porque también su vida había cambiado.